La exquisita entonación y voz de los cantantes de ópera ha
sido apreciada a lo largo de la historia, particularmente por la sociedad
romana medieval que disfrutó de su capacidad de trascender al oyente. Cuando el
Papa prohibió a las mujeres cantar en público a mediados del siglo XVI, parecía
que la profesión podría cambiar para siempre. Y así fue como los niños pequeños
pronto se utilizaron para proporcionar las preciosas notas altas necesarias
para completar la gama de sonido. Pero los niños pequeños se convirtieron finalmente
en hombres, y aquí fue donde los romanos actuaron de manera atroz y con toda crueldad, dejando un
legado oscuro de artistas masculinos hermosos y rotos -literales pájaros
cantores humanos enjaulados para siempre en sus propios cuerpos-. Habían nacido
los castrati.
Los niños que quisieran conservar su aguda tesitura durante los años
barrocos, tenían que someterse a una operación quirúrgica, llamada
orquidectomía. Esta intervención suponía la amputación de los testículos, a fin
de que no pudieran producir hormonas sexuales masculinas, responsables, entre
otras cosas, del cambio de voz durante la adolescencia.
Se estima que unos 4.000 niños
eran castrados anualmente al “servicio del arte”, durante las décadas de 1720 y
1730. Para que fuese efectiva, la castración debía realizarse entre los 8 y 12
años de edad. La súbita popularidad de la ópera italiana en toda la Europa del
siglo XVII lo que generó el repentino aumento internacional de la demanda. Al
niño italiano que nacía con una voz prometedora lo llevaban al local de un
barbero-cirujano en los barrios bajos, lo drogaban con opio y lo metían en un
baño con agua caliente. El experto cortaba los conductos que desembocaban en
los testículos, que se atrofiaban con el tiempo. Muchas familias humildes
sometían a sus niños a esta barbarie para que pudiesen ganarse un buen sustento
y, así, poder sacarles de la pobreza. Sin embargo, otros jóvenes pedían
voluntariamente ser castrados a fin de preservar su angelical voz. El resultado
de esta práctica tan alejada de la ética, era una voz espectacular que aunaba
la dulzura de un niño y la potencia de un adulto.
Entre los castrati más famosos destacaron Nicolini, Senesino,
Caffarrelli, Salimbeni, entre otros. Pero el más famoso de todos fue Carlo
Broschi -conocido popularmente como Farinelli-, cuya vida fue recreada en la
famosa película de 1994 que lleva su nombre. Su castración, según versiones
oficiales, se debió a que cuando era niño sufrió un accidente con un caballo.
Se convertiría en leyenda gracias a la increíble voz que adquirió durante sus
largos años de aprendizaje, bajo la instrucción de Nicola Porpora. Todo el
mundo se agolpaba para verle, no solo en Italia -donde sería conocido como il
ragazzo o el muchacho-, sino también en Viena, Londres y España, donde acabó
residiendo 25 años bajo el mandato del rey Felipe V, al que cantaba todas las
noches para curarle de la fuerte depresión que sufría.
Ya en el siglo XIX, la voz de
los castrati fue erradicada de los escenarios, que decidieron incluir la figura
de la mujer, pero esta permaneció en el ámbito religioso. En 1878, el Papa León
XIII prohibió la contratación de nuevos castrati por parte de la iglesia,
excepto en la Capilla Sixtina y en algunas otras basílicas papales de Roma,
donde los castrati pudieron quedarse.
El último castrato sixtino fue
Alessandro Moreschi, que permaneció en el coro del Vaticano como solista hasta
1898, hasta que fue nombrado director del mismo, compaginando su faceta de
cantante y dirección. Un trabajo que mantendría hasta su retiro en 1913. Fue el
único castrato del que se tienen grabaciones. Moriría en la más absoluta
soledad en 1922 a los 64 años de edad.